Durante los debates públicos por la Ley Ómnibus se mencionó muchas veces la cuota de pantalla como una herramienta virtuosa que le permitía al Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA) garantizar un espacio de exhibición para el estreno de películas nacionales en salas comerciales del país. Esta medida era implementada a través de la Ley 17.741 (t.o. 2001 y sus modificatorias): para cumplir con la denominada cuota de pantalla se debía proyectar una película nacional por sala, en todas sus funciones y al menos una semana por cada trimestre del año. Si esa película superaba la media de continuidad (la cantidad de espectadores fijada por la norma para ese período de tiempo), entonces debía continuar en cartel en esa sala durante una semana más como mínimo. El decreto 662/2024 publicado ayer en el Boletín Oficial y firmado por el presidente de la Nación Javier Milei, la canciller Diana Mondino y la ministra de Capital Humano Sandra Pettovello termina con una medida muy valorada en el sector.
En el segundo artículo del decreto se establece que “el INCAA será la Autoridad de Aplicación de la Ley de Fomento de la Actividad Cinematográfica Nacional Nº 17.741, quedando facultado a dictar las normas aclaratorias y complementarias necesarias para la implementación de la Reglamentación que se aprueba por el presente decreto” y en el anexo se detalla de qué manera se reglamentará esa norma: el capítulo III titulado “Cuota de pantalla” establece a través del artículo 9º que “el Presidente del INCAA fijará la cuota de pantalla de películas nacionales de largometraje y cortometraje que deberán cumplir las salas y demás lugares de exhibición del país, pudiendo segmentar la cuota sobre la base de las características de las salas alcanzadas”.
Esos párrafos entran en contradicción con los considerandos del mismo decreto que pretende “dotar de eficiencia el funcionamiento del citado Organismo y la optimización de sus procesos administrativos, así como la racionalización de sus recursos, para el mejor ordenamiento y cumplimiento de sus fines”. En uno de esos ítems se sostiene que “la fijación de la cuota de pantalla debe segmentarse de acuerdo a las características técnicas, estructura empresarial y de ubicación de las salas de exhibición”. Sin embargo, en el siguiente párrafo se aclara que “el INCAA, por ser la Autoridad de Aplicación de la Ley de Fomento de la Actividad Cinematográfica Nacional, es el organismo que se encuentra capacitado para determinar las cuotas de pantalla y su segmentación”. En este punto, entonces, cabe preguntarse: ¿habrá intervención por parte del Estado o no? ¿El mercado se autoregula o el Estado vendrá a ayudarlo? ¿Qué tipo de coherencia puede existir en una política cinematográfica que se contradice en el texto de una misma norma jurídica?
En el decreto firmado por Milei se consignan también varias observaciones sobre el sector que dejan claro cuál es el lugar que tiene para el actual gobierno. Por un lado, se señala que en el 2000 el INCAA contaba con una planta de aproximadamente 90 trabajadorxs, mientras que al momento de asumir la presente administración ese número ascendía a más de 900 bajo diferentes formas de contratación. Esa aclaración –hecha en un renglón, casi como al pasar– es uno de los principales ejes de discusión al interior de las dependencias estatales, un debate que suelen traer los sindicatos: la precarización laboral con contratos tercerizados y una legión de monotributistas en el Estado. Pero nada se dice sobre cómo solucionar estas cuestiones.
Por otra parte, también se insiste con algo que suelen remarcar los funcionarios del gobierno libertario en relación a cualquier esfera estatal, sobre todo cuando se trata del campo cultural. El decreto advierte que “el aumento desproporcionado de la planta llevó a que, en el ejercicio anterior, el 42% de los ingresos se destinaran a sueldos, lo que perjudica directamente el objeto principal del INCAA, es decir, el fomento de la actividad cinematográfica”. Sin embargo, tampoco se echa luz sobre qué forma adoptará el fomento de la actividad durante la gestión del actual presidente del Instituto, Carlos Pirovano.
El decreto señala que “a lo largo de los años se le delegaron al Instituto tareas que ninguna relación tienen con sus misiones y funciones” –aunque no se aclara cuáles– y que tanto el aumento de esas “tareas no relacionadas” como el “incremento exponencial de la planta de empleados” llevó a que en 2023 se requirieran “aportes extraordinarios del Tesoro Nacional por, aproximadamente, $1.900.000.000 para afrontar gastos operativos, incluyendo la realización del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata y Ventana Sur“, dos políticas que están en riesgo bajo la actual gestión (Ventana Sur, de hecho, ya se mudó a Uruguay para la edición 2024).
También se habla de una deuda con proveedores por la suma de $700.000.000 y un déficit de ejecución del ejercicio 2023 de $2.600.000.000. Los números abundan pero, una vez más, nada se dice sobre la contratación de un estudio de abogados externo al Instituto, un acto que desde la Junta Interna de ATE INCAA calificaron como “irregular, fraudulento y millonario“: el INCAA cuenta con su propia Gerencia de Asuntos Legales, pero el 15 de mayo el abogado Jorge Gustavo Neme presentó a Pirovano sus “servicios profesionales para el asesoramiento y actuación legal, tanto judicial como extrajudicial” por honorarios de $9.000.000 como mínimo. Entre las tareas solicitadas se incluían la desvinculación de empleados contratados, estructuración e implementación de un programa de retiros voluntarios, pase a disponibilidad, asesoramiento laboral cotidiano y asesoramiento en actuaciones judiciales y extrajudiciales iniciadas contra el INCAA. La política de despidos y desmantelamiento también tiene un costo elevado y eso no fue comunicado con tanta transparencia a la sociedad.
El decreto incluye muchas cifras pero, a la hora de establecer qué carácter tendrá su política de fomento, hace agua y resulta bastante ambiguo. Se dice que el sistema de subsidios del INCAA es “obsoleto y alejado de los modelos exitosos existentes en otros países” y, por ello, debe ser “modificado, modernizado y dotado de eficiencia”. También determina que debe priorizarse el fomento a la industria teniendo en cuenta “la calidad y posibilidades de exhibición, audiencia y recuperación de los fondos otorgados, por sobre preferencias ideológicas” (quizás uno de los puntos más polémicos) y, en esa línea, establece que la promoción del cine nacional se debe encarar promoviendo “producciones de calidad, que sean exitosas en la taquilla y bien recibidas por el público general, y no imponiendo obligaciones de exhibición por parte de las salas”. Esas líneas son algo así como el certificado de defunción del espíritu que tenía la cuota de pantalla a la hora de establecer algún equilibrio entre los tanques nacionales e internacionales (con todos los espacios de exhibición a su disposición) y las producciones locales a las que muchas veces les cuesta encontrar su público en salas.
Finalmente, el decreto también prevé una “profunda reestructuración a nivel operativo, de estructuras y de personal, que requerirá un proceso de un año hasta lograr limitar el gasto que no sea de fomento del cine” y sostiene que “es necesario implementar un sistema que garantice que seis representantes de las organizaciones del quehacer cinematográfico que integran el Consejo Asesor del mencionado Instituto representen fielmente a quienes tienen intervención activa en la referida temática”. Por lo tanto, es posible que vengan más modificaciones con el mismo criterio: darle vía libre al mercado y a las grandes producciones, y limitar cada vez más el espacio para películas medianas y pequeñas donde muchas veces se encuentran las voces más distintivas, un sello de autor, tramas que están por fuera de los relatos más estandarizados, historias valiosas que fortalecen la soberanía audiovisual del país y consolidan nuestra identidad cultural.