La historia, como colisión permanente de ideologías, ha terminado. El politólogo norteamericano-japonés Francis Fukuyama, del Departamento de Estado de los Estados Unidos, lo decretó de aquel modo a través de un afamado ensayo de 1989 –“¿El fin de la historia?”-, tras la caída del Muro de Berlín y el ocaso de la Unión Soviética, reconvertido y profundizado luego en un libro editado en 1992 con el título “El fin de la historia y el último hombre”.
El anochecer de la Guerra Fría, la debacle de los gobiernos comunistas y el nacimiento de un mundo definitivo sustentado en las democracias liberales como único sistema de representación, rezaba la tesis. Finalizadas las guerras, erradicadas las revoluciones violentas y las contradicciones, ahora sólo hay un mundo posible para la humanidad.
La teoría de Fukuyama bien podría traspolarse, de manera figurativa con el deporte como material de estudio, al presente que atraviesa el tenis con una noticia que, si bien ya estaba de alguna manera anticipada, sacudió los erosionados cimientos de una etapa del pasado que se mantenía con unos pocos resquicios de lo que fue. El anuncio del retiro de Rafael Nadal es, en esos términos, el fin de la historia.
“Es una decisión difícil que me ha llevado tiempo tomar, pero en esta vida todo tiene un principio y un final”. Las sentidas palabras del español, contenidas en un conmovedor video difundido a través de sus redes sociales, denotan nadie es eterno, que ninguna hegemonía dura para siempre y que, tarde o temprano, el único ganador es el tiempo.
Ya retirado dos años atrás Roger Federer -el hombre que dejó, además de un legado indeleble, un vacio perpetuo-, con quien edificó acaso la mayor rivalidad de la historia del deporte universal durante 15 años, apenas quedaban rastros de aquel mito español que luchó, por momentos de igual a igual, por otros con hidalguía, contra el paso de los años.
Por un lado, la infinidad de lesiones con nomenclatura extraña como Síndrome de Müller-Weiss o Hoffa, un físico golpeado desde su increíble irrupción en pleno dominio de Federer en soledad; por el otro, la épica, la pelota con revoluciones infinitas, la parabola de un drive indestructible, la construcción del mito en Roland Garros, todo España a sus pies. El héroe inagotable. El hombre al que asesinaron y que reapareció la misma cantidad de ocasiones. El símbolo de una historia que llegó a su fin.
Nadal se insertó como tenista profesional en 2001, se metió en la elite en 2003 y se propuso empezar a estropear, poco a poco, el liderazgo en solitario que ya había iniciado Federer. Su presentación al mundo en la vanguardia fue un bombazo: en marzo de 2004, con 17 años, derrotó al suizo en Miami sin ofrecerle atenuantes.
“Lo pude vencer porque Federer no jugó su mejor tenis. Si hubiera jugado en su mejor nivel yo no habría tenido opción. En el tenis hay opciones si un jugador como yo compite muy bien y un jugador top como Roger no alcanza su mejor juego”, reflexionaba un joven pero sensato Rafa. El resto es parte de una historia que, si bien emerge como imborrable, ya no volverá jamás: Nadal le arrebató una gran porción de gloria a Federer, destinado a controlar el tour durante años, y lo subió al ring para quitarle cada uno de los cinturones.
Con aquel potente drive, empujado por su condición de zurdo, sometió al suizo hasta convertirse en su pesadilla: su pelota alta, pesada, con el doble de revoluciones, obligaba a Roger a esforzarse al límite para bajarla, sin éxito, tirado atrás, con su revés. Federer sufría.
Tuvo que reformular su juego para superarlo recién en el final de su carrera, cuando Nadal ya le había fagocitado gran parte del cielo. Desbordado una y otra vez, un Federer en el epílogo de su trayectoria dio un paso adelante, en pleno ejercicio del tenis de anticipación, para encontrar la bola un tiempo antes. Más allá de aquella última etapa, Nadal terminó por tiranizar aquella rivalidad, con 24 victorias en 40 partidos. La aparición de Novak Djokovic, en plena disputa entre ambos, desbordó cada límite de lo posible: el serbio, ya no hay dudas, se encumbró como el mejor tenista de todos los tiempos en términos de resultados. Les ganó a ambos en cada escenario y los superó en cada rubro.
No existe discusión aparente, pero la construcción de la mayor era de la historia del tenis, con Djokovic incluido como la pieza más exitosa del Big 3, tiene soporte en las emociones y las experiencias sensoriales de la antinomia Nadal-Federer, dos estilos ajenos uno del otro, un zurdo y un derecho, un luchador incansable y un jugador cuya elegancia habrá resultado inigualable. La diferencia entre ambos, más allá de que un estilo avasalló al otro en la década y media de disputa, radica en la resurrección. Federer casi nunca se fue; una vez marginado por lesiones, jamás pudo volver. Nadal, en cambio, se fue y volvió, una y otra vez.
Volvió hasta que ya no hubo posibilidad de volver. Los últimos dos años, con apenas 23 partidos oficiales -13 victorias y 10 derrotas-, lo insertaron en un callejón con una única salida: con 38 años ya no jugará de manera profesional. La Copa Davis, la ensaladera que ganó cinco veces con el equipo español, marcará el crepúsculo de un viaje irrepetible.
Quedarán algunas balas de Djokovic, ya abocado al puñado de torneos que lo ayudarán a alimentar su leyenda viva. Se jugará cada vez más directo, con mayores diferencias, con el poderío físico y con menos variantes en términos de espectáculo. Ya casi no se juega para los costados. El tenis cambia. Los años transcurren. Dominarán Carlos Alcaraz y Jannik Sinner. Surgirá algún tercero en discordia. Pelearán por un lugar en la mesa chica Holger Rune, Ben Shelton, Jack Draper o Arthur Fils. Ordenará un poco más su repertorio Francisco Cerúndolo, con el drive de mayor aceleración del tour. Porque el deseo de Federer no resulta suficiente: “Siempre esperé que este día nunca llegara”. Pero todos los días llegan. El retiro de Nadal es, en efecto, el fin de la historia. Ahora será otro tiempo.